
La pequeña Yánadil creció al alero de Séfil y, según ella, a la sombra de Blas. Pero, pese a que le costó mucho trabajo, fue capaz de ir superando esa antipatía que sentía por él, llegando a considerarse un poco tonta por ello.
Tras dos años de duro entrenamiento, Yánadil había alcanzado un nivel superlativo para una niña de 14 años. Además había creado un fuerte lazo de amistad con su maestra, a quién confiaba casi todo. Casi, pues no se atrevía a decirle que sentía cierta atracción por uno de sus discípulos. Y no cualquiera de ellos. Blas había dejado de ser para ella el niño engreído que consideraba al principio, para transformarse en un muchacho apuesto e inteligente.
Tenía muchas ganas de contárselo a su maestra, pero por alguna razón no se atrevía. Hasta que una mañana recibió la noticia que la hizo estremecer: Blas ya no seguiría entrenando bajo la dirección de Séfil, pues ya había terminado sus lecciones y debía comenzar su instrucción con otro de los consejeros del Concilio. El día que Blas se fue a despedir de ella, Yánadil se dio cuenta de que había sido gracias a Blas que había crecido de la forma en que lo había hecho y que lo que sentía por él estaba lejos de ser un simple capricho adolescente. Pero Blas se iba ya y desde entonces serían contadas las veces que pasarían tiempo juntos, pues ambos estarían muy ocupados con sus entrenamientos.
A partir de entonces, cada vez que se encontraron fue siempre en reuniones o celebraciones en las que acompañaban o a sus padres o maestros. O, en otras ocasiones, él iba acompañado por una amiga de infancia, con la que parecía llevarse muy bien, así que Yánadil prefería mantener la distancia. A pesar de ello, fueron capaces de mantener una amistad cercana, dentro de lo que les fue posible hacerlo.
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